Me mudé a aquel sombrío y chirriante piso de la avenida del Norte un septiembre de niebla y frío poco común para el clima de la región. Me decanté por esa vivienda, a pesar de su vetusta cocina de gas y de sus verjas carcelarias en las ventanas, por ser el precio que mejor se ajustaba a mi humilde bolsillo.

Supe desde el primer momento que mi estancia allí no sería demasiado placentera, pues, al cargar con mi enorme maleta escaleras arriba, mi chaqueta de lana se enredó con uno de los botones de la camisa escarlata de la vecina del 2ºC, provocando un momento incómodo y muy desagradable para ambas.

Mi cuarto daba a un diminuto patio de luces por el que vagamente llegaban los rayos del sol y del que emergía una estrecha ventana de la casa colindante. Era habitual verla cubierta con una pesada cortina verde que ocultaba la vida al otro lado. Sin embargo, me suscitaba cierta curiosidad la cantidad de veces que hacían la colada. Fácilmente dos o tres al día. ¿De dónde sacaba tanta ropa un jubilado?

Una tarde, andaba yo sumida en mis pensamientos cuando mi vecino se asomó a la ventana dispuesto a tender por segunda vez ese día. Instintivamente guie mis ojos en su dirección. Nunca antes me había fijado en una estampita que había pegada en el mueble que se vislumbraba junto al cristal. Se asemejaba a la figura de un santo al que no logré identificar. De pronto, un escalofrío me recorrió toda la espina dorsal. Al contrario de mi vecino, para el que mi existencia simulaba completamente indiferente, aquella imagen parecía no quitarme ojo de encima.

Los días continuaban y el chirriar de sus cuerdas me avisaba de una nueva colada dirigiendo rápidamente mis ojos a la tarea de mi vecino. Entre esas prendas se encontraba todo tipo de ropa que no sintonizaban ni mucho menos con los atuendos de aquel hombre. Jerséis, pitillos, blusas, faldas... Fue entonces cuando la vi. Una mancha oscura rodeaba la manga del albornoz que vestía mi vecino. Me sentí palidecer.
Procuré no propinarle demasiada importancia, pero la preocupación y el miedo se apoderaron de mí cuando, a una serie de desapariciones entre los residentes del edificio, se le sumó un mensaje que me dejó helada.

El estridente chirrío del tendedero de mi vecino me llamó y me asomé sigilosamente a la ventana. Allí estaba esa camisa escarlata. Esa misma que me avisó el primer día de que aquel lugar solo me traería quebraderos de cabeza. Esa de la que rumoreaban que su dueña llevaba desaparecida seis días. Comencé a sentir la mirada de alguien. Dirigí mis ojos a la ventana de mi vecino y de nuevo aquella estampita me observaba fijamente. Volví a mirar la camisa que comenzaba a secarse y dibujaba las palabras "Eres la siguiente".

Las semanas posteriores mis persianas permanecieron bajadas hasta la repisa y la inquietud se apoderaba de mí cada noche. Las desapariciones en la comunidad fueron a más, por lo que decidí que lo mejor era marcharme de aquel funesto lugar. Pasó el tiempo y mi mente se encargó de olvidar aquellos extraños sucesos.

Ahora vivo en un modesto piso ubicado al otro lado de la ciudad. Ha empezado a refrescar de nuevo, así que he sacado del desván algunas cajas donde guardo ropa de invierno. Mi vieja chaqueta de lana está allí. Y, como si fuera imposible escapar de nuestro destino, en su interior descubrí aquella siniestra mirada: una estampita de san Judas Tadeo, patrón de los imposibles.

Cuentan las historias, como las relaciones, que lo que se recuerda no es el camino sino el final. Y es que, a veces, deberíamos mirar atrás para entender el resto y no solo el cómo terminó. Aunque también es importante dejar bien selladas las puertas al final de ese sendero, no vaya a entrar el aire y nos quedemos helados. Sin embargo, cuando ella se fue, no es que las dejara abiertas, sino que derribó todas las paredes y ahora en mi casa no deja de entrar frío por los costales. 

Conducía los 142 kilómetros que separaban su sombra de la mía, esperando que el reencuentro nos estrujara los abrazos y nos cubriera los besos. Cruzaba el umbral de su puerta haciendo resonar la cortina de aluminio que anunciaba mi llegada. Ahí estaba. Le gustaba desayunar un vaso de leche con una tostada de mermelada y tomaba tantas pastillas para sus múltiples dolencias que no sé ni cómo se aclaraba. Las juntaba todas en su curtida mano y, sin pensarlo dos veces, las llevaba a su boca. Tenía Sintrom, diabetes, sufrió dos trombosis y tantos disgustos en la vida que todavía no alcanzo a entender cómo su risa podía alumbrar toda la estancia como si fuera la única bombilla del salón.

Aquella vez no me esperaba. Al principio ni me reconoció. Pero después de intercambiar varias frases, alzó la vista y calló. Sus lágrimas comenzaron a naufragar por sus mejillas y los besos y abrazos me exprimieron como el jugo de una naranja. Creo que es la persona a la que más veces he visto llorar. Era una mujer que sentía muy alto, casi a gritos. A la que notabas el dolor en esa pequeña mirada que conducía a abismos barrancosos y a la que la alegría sorteaba entre el llanto y la carcajada.

Me gustaba mirarla por las mañanas mientras se arreglaba. Cepillaba las finas hebras de su melena mojando en colonia el peine mellado que llevaba años en su mesilla de noche. Y juntaba sus cabellos en un escueto moño que cobijaba entre su cabeza y su larga toquilla roja. Clavaba las horquillas en su pelo con tal fuerza que pensaba que iba a extraer todas las dudas que tenía anidadas en la cabeza. Y, cuando se giraba, dejaba unos segundos en el aire su aroma a flor de jazmín recordándonos que, aunque ella se alejara, su esencia nunca se marcharía.

En ocasiones entristezco porque el tiempo ha vuelto borrosa su imagen y su risa se ha convertido en eco. No obstante, me parece curioso que su aroma siga intacto entre los pedazos de mis recuerdos. Es algo extraño porque su olor me asalta en cualquier esquina sin dejar tiempo a reaccionar a esta melancolía. Me asalta en la fila del supermercado o en un banco del parque. Mas dónde lo suelo encontrar es en su dormitorio. Sugiere su presencia, que entrará en cualquier momento por la puerta simulando que estos nueve años sin ella han sido un mal sueño. Pero nunca despierto.
Según la etimología, María proviene del hebreo y significa 'la elegida' o 'la amada de Dios'. Yo no soy muy devota -para qué nos vamos a mentir- y no sé si ella fue la amada de Dios o de los santos, pero lo que sí sé es que a mi abuela la amábamos todos. Cuando murió, el pueblo se hizo sayo y la arropó formando un gran desfile hasta donde hoy descansa. 

Hace tiempo que me niego a acudir al bancal de los callaos a llevarle flores porque sería admitir que se fue. Ella sigue en cada rincón de su casa, en el calor de la estufa, en la brisa del verano y en la huerta de los cerezos.

La primera vez que fui a su tumba el mármol tallado revelaba su nombre y, debajo, dos fechas sujetas entre un guion. Esa breve y marcada línea horizontal significaba toda una vida resumida de la manera más ardua e insensible que he conocido nunca. ¿Cómo 82 años podían caber en tan mísero espacio?

Con ella se fueron la mitad de las tradiciones, las flores no volvieron a colorear su terraza porque no era ella quién les cantaba. El tomate en conserva no supo igual porque no eran sus manos las que apuntaban las medidas de sal y azúcar. El belén no se volvió a armar. No hubo más gatos ni pájaros ni obleas de miel. Se acabaron las excursiones al monte los días de mona y los vasos de horchata las calurosas tardes de verano. Metió todo en su pequeña maleta y se marchó.

No era una persona con demasiadas cosas, pero, cuando se fue, se llevó tantas que nos dejó un vacío ensordecedor que ahora inunda la estancia como lo hacían los surcos de sus lágrimas.

El sábado es el peor día de la semana. La mayoría de personas que escuchen esta afirmación estarán totalmente en contra. Aunque lo cierto es que hubo un tiempo en el que yo también lo hubiera estado.

Desde bien pequeñas, mi hermana y yo acompañábamos a mi madre cada sábado al supermercado. Siempre me había parecido una actividad cuanto menos que emocionante, pues recorrer aquel entramado de pasillos repleto de productos que se encaramaban en los estantes era toda una gozada para nuestra vista.

Comenzábamos nuestra ruta abordando el primer pasillo que desde el principio ya alentaba un embriagador aroma a pan recién hecho. Cruzábamos la sección de lácteos y productos de desayuno llegando al gélido pasillo de congelados. Y finalizábamos el recorrido en la carnicería, donde el producto estrella era un pollo entero que mi madre se encargaba de arreglar en casa. En la pescadería rara vez nos deteníamos y en la frutería no alcanzábamos más que a echar algunos tomates y cebollas.

Llegada una edad me ocupé de la labor de dirigir el carro tras los pasos de mi madre. Esta responsabilidad, junto con la tarea de ir sumando en una pequeña calculadora el precio de cada uno de los artículos que echábamos al carro, era para mí era todo un orgullo. Tenía la gran misión de asegurarme de que la cifra no llegara a cincuenta para no tener que dejar nada en la caja. A mí me gustaba fingir que en realidad se trataba de un teléfono móvil igual que el que tenían mis amigas y me dedicaba a pulsar teclas como si estuviera chateando. 

El culmen de aquella actividad era poder elegir un producto que quisiéramos de la tienda. Mi hermana y yo elaborábamos todo un plan para escoger las mejores galletas o patatas y devorarlas a la hora de la merienda. Lo hacíamos entre risas y miradas pícaras sintiendo que aquella decisión era la mejor de nuestras vidas. Además, el día era redondo cuando al llegar a casa mi madre preparaba para comer tiras de pollo empanado. Nos volvía locas.

Durante mucho tiempo los sábados fueron para mí el mejor día de la semana. Sin embargo, hubiera hecho falta mirar aquel recorrido del supermercado desde los ojos de mi madre, que al llegar a casa repasaba desesperanzada el ticket de la compra. Porque, sin darnos cuenta, esos pasillos que para nosotras eran el tablero de un juego, para ella eran un auténtico escenario de terror. 

Años después me doy cuenta del sábado tan diferente que vivíamos mi madre y nosotras. La doble cara de una monera en la que el canto reflejaba el tamaño de nuestro bolsillo.

Durante todo ese tiempo mi madre nos enseñó optimización, cálculo y negociación. La realidad era que la suma de los productos de mi calculadora no era más que el resultado de una madre que alimentó cuatro bocas con cincuenta euros durante siete días cada semana. Que implantó su propia estrategia de marketing al transformar tres filetes en largas tiras de pollo empanado para que pareciera que había más y pudiera repartirlo entre todos. Y que inculcó en nosotras la capacidad de negociación para elegir un producto de la tienda, uno solo, y compartirlo al llegar a casa. Todo ello, envuelto en una enorme capa de amor para que no nos faltara de nada y con el deseo profundo de vivir todo aquello con la mirada inocente de un niño. Y lo cierto es que lo consiguió.

En este momento, atravieso los pasillos del supermercado observando al resto de familias que hacen las compra cada sábado y recuerdo aquellos años con un nudo en la garganta. Continuo añadiendo productos al carro. Ahora sí, sin calculadoras.

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